martes, 26 de mayo de 2009

Vasitos

Caminábamos apurados entre las góndolas. Ya eran más de las diez y el supermercado estaba por cerrar. Y no encontrábamos los fideos. Llevábamos ya cinco cervezas, un vino y un whisky. Franco había cortado con su chica dos semanas atrás. Yo me acababa de enterar. Habían salido cuatro años.
- ¿Cómo estás? –le preguntaba.
- Bien.
- Dale, en serio.
- Bien, posta.
No había chances de que le creyera. Germán no hacía ningún comentario. Al final encontramos los fideos y corrimos afuera del lugar, con las botellas a cuestas. Llegamos al departamento y abrimos una cerveza, mientras calentábamos agua para los fideos. Franco armó un porro y empezamos a fumar. Él lo tenía todo el tiempo que podía, hasta que Germán lo insultaba para que lo pasara. A mí el porro nunca me había servido para nada, así que le di unas pitadas y abrí el vino.
Un par de horas más tarde, cuando sólo quedaba el whisky, decidimos salir. Teníamos un viaje de media hora, y estábamos los tres algo mareados. Hicimos pis en la parada del colectivo.
- ¿Cómo estás, Fran?
- Estoy bien, en serio.
- Está bien, no jodas –agregó Germán.
- Cómo va a estar bien.
- Estoy bien.
En el camino nos perdimos. No sabíamos bien dónde era, y hasta que alguno se aclaró el alcohol de la cabeza y se acordó, pasó más de una hora y media.
Llegamos a eso de las tres de la mañana, y la casa estaba a oscuras. La gente se distribuía por los sillones, algunos bailaban, y algunos se armaban tragos en la cocina. Había vodka, ron, cachaça y cerveza. Agregamos el whisky, pedimos vasos y hielo y nos servimos uno cada uno. Nos sentamos con otra gente.
En esa casa estaban todas nuestras exes. Todas. Incluso la reciente, de Franco. Es terrible ver lo que alguna vez fuiste ahí enfrente tuyo. Franco se fue al baño a aspirar una línea. Yo me quedé pensando en lo que era ser dejado. Uno se olvida, pero esos primeros días son irreales. Es una libertad morbosa. Tomé mi whisky y la vi a la mía, bailando Calle 13. Por qué estarían todas las luces apagadas. Franco volvió del baño y se sentó de nuevo. Quince minutos después la suya se fue, y Germán empezó a vomitar en vasitos de plástico.
Me puse a acariciar a la perra, que por alguna razón se me había acercado. Y ahí estaban todos lidiando con lo suyo. Pensé que iba a tener que encargarme de los vasitos de vómito.
Bueno, Fran puede ayudar. No se lo ve mal.

lunes, 25 de mayo de 2009

Madrid

“Me voy a Madrid”.
Se había ganado la beca. En ese momento nuestra relación había dejado de existir.
Tenía un departamento en el centro. Era mi refugio en la ciudad. Creo que en un momento de mi vida llegó a ser mi lugar preferido por lejos, el único lugar en el que me sentía seguro y feliz. Soy de caminar paranoico por la calle, de mirar a los costados, atrás, a ver quién me sigue. De hecho, no dejo que nadie camine atrás mío, nunca. Entonces figúrense, en pleno centro, en plena noche, había un lugar en el que podía entrar y quedarme. Había café, té, comida, un perro y una chica hermosa, que me abrazaba mientras dormía y de vez en cuando decía que me quería.
El resto de la vida era embolante, de verdad. Facultad, trabajo, viajes en colectivo hasta la provincia, ida y vuelta, todos los días. Me aburrían las cosas terriblemente. Igual estaba seguro de que era un problema físico, y a veces se extendía a algunas extremidades, como la pierna derecha, que me generaba una molestia, como una astilla en el talón. Estaba seguro de que lo apoyaba mucho, pero no lo puedo saber porque al final nunca fui al médico.
Todos los días estaba a punto de levantar el teléfono y llamar, porque además quería consultar una pelota que sentía en el cuello. Cerca de la nuez de Adán, o más precisamente atrás de ella. No me dejaba tragar bien, lo que hacía que comer fuera un problema realmente serio. Y aún cuando no comía la sentía ahí, molestando.
En fin, basta de desvaríos. Nunca fui al médico. Vivía pensando en ir, pero no lo hice. No tenía tiempo, y el que tenía prefería usarlo en otras cosas. Y además, creo que cuando me muera, me voy a morir de angustia. Ni de cáncer, ni de viejo, ni de nada. De angustia y punto.
Me acuerdo demasiado bien la última vez que me hizo subir. Pedimos comida china a domicilio. No creo que pueda explicar lo seguro y poco paranoico que me sentía ahí. A las nueve de la mañana salía para Ezeiza y de ahí a Madrid. Era esa noche. Estaba todo tácito, nadie quería tocar el tema, pero ella actuaba tan naturalmente que llegué a dudar de que se fuera. Estaba seguro que me iba a decir, quedate que no me voy.
A las seis de la mañana llegaba el padre, la ayudaba y la llevaba. Para esa hora yo tenía que haber desaparecido. La noche transcurrió de una manera increíble. Había comprado un vino. Nos entonamos un poco la verdad. Después quiso ver una película, pero yo no quería perder el tiempo. Prendí la tele y me puse a pasar los canales frenéticamente. Serían las tres de la mañana. Me empezó a dar besos en el cuello y en las mejillas. La pelota de la nuez de Adán no daba más.
De pronto me pareció chico todo, y salí al balcón a respirar. Me di vuelta y la vi en la cama. “¿Qué pasa?”, me preguntó.
La quería matar, realmente la quería matar. Hasta pensé en cómo.
Escuché una sirena en la ciudad. Apagué la luz y me acerqué. Le devolví los besos en el cuello. Creo que tuvimos el mejor sexo de la historia del sexo. Seriamente.
A eso de las cuatro y media se durmió abrazándome. Me levanté y fui al baño y me lavé la cara. Después me senté en la cama y la miré. Estaba dormida realmente, profundamente. Entraba una luz fría, muy suave y muy artificial, por la ventana. Eran los edificios. La estaban bañando. Y de pronto, después de verla por media hora, me pareció que había dejado de ser ella. La mujer que estaba acostada en la cama junto a mí era otra. Sus rasgos eran iguales, pero si los miraba con detalle, no eran los suyos. Lo supe inmediatamente, fue una cosa increíble.
Me puse la remera y los jeans. Después las zapatillas. Me guardé el celular en el bolsillo, el mp3, las monedas y los boletos usados. En el bolsillo de atrás la billetera. Las llaves. Me acerqué lentamente, la miré de cerca y le di un beso en el cuello, bien suave. No lo notó. Me acerqué al oído, le mordí la oreja y le dije “son las cinco y media, abrime la puerta”. Se despertó sólo un poco. Le di otro beso y sonrió. Abrió los ojos y creo que me morí. Me abrazó y se sentó en la cama. Muy dormida, se puso un pantalón y una remera que le quedaba gigante. Me hizo señas de que la siguiera.
“No me voy, quedate a dormir”.
De que la siguiera hasta la puerta. Bajamos en el ascensor, mientras me abrazaba. Llegamos a la puerta de la calle. La abrió. Le deseé suerte y me volvió a abrazar. Y justo después cerró la puerta. La cerró y volvió caminando con ese andar de destrucción hasta el ascensor. Me quedé mirándola desde atrás del vidrio. Al final se metió en el ascensor y desapareció.

Hacía un frío de morir. Me cerré la campera hasta arriba y me puse a caminar por Córdoba. No había nadie. Me podría haber hecho un café.