miércoles, 2 de junio de 2010

Los cuerpos

El momento había llegado. Contra todos mis razonamientos, ahí estaba él, mirándome, sin ojos, parado frente a mí.
Hacía una semana nada más que había llegado al pueblo de Capilla del Señor, como investigador, y prontamente los sucesos se habían precipitado. Al comienzo, las cosas habían sido rutinarias: llegué un 9 de julio a un pueblo vacío por la siesta y el feriado, a las dos de la tarde, y en seguida vino a mí la inevitable imagen del lugar fantasma. Lo recorrí entero sin que nadie, creí entonces, reparara en mí, antes de avisar mi llegada al intendente.
Nada fue fácil a partir de entonces. Desde Buenos Aires me habían encargado el caso, según ellos, por la dificultad que radicaba en el mismo; confieso sin vergüenza, que fue más bien por el talento descubierto en mí. Mis años como médico me habían hecho inmune a la mentira criminal: todo está en los cuerpos, la verdad yace en la sangre y los músculos.
Pero este caso, este sí era un caso extraño. Tres crímenes se habían sucedido en la semana anterior a mi llegada: los muertos, todos figuras de poder (las cabezas de las familias más importantes de la región), y el método, de lo más arcaico. El punto en común era el corte limpio y perfecto que separaba a la cabeza del cuerpo. Al preguntar si las cabezas se habían encontrado junto a los cuerpos me habían dicho, con un tono tenebroso y ridículo: “señor, las cabezas nunca fueron encontradas”.
En seguida en el pueblo había surgido la mundana superstición, el verdadero opio del pueblo, de un fantasma, un jinete degollado que cobraba venganza a la gente que lo había traicionado y corría por las noches sobre las calles de tierra o adoquines, seccionando las cabezas y llevándoselas a su guarida.
Aún más extraño que el caso, no obstante, era la poca colaboración de la gente en mi investigación. Desde el principio sólo había contado con la ayuda de unas pocas personas, y en rasgos generales, estaba sólo como sólo yo podía estarlo. Excepto por Claudia, por supuesto.
Cuando la vi por primera vez, no pude evitar detenerme, como un idiota, en la contemplación más sacra y más profana a la vez. Fue más allá de mí: sus ojos grandes como dos lunas, su sonrisa de navidad, su cuerpo moldeado artesanalmente (una forma que iba más allá de mi comprensión: la perfección radica en detalles tan imperceptibles, que recién cuando la vemos nos damos cuenta, como despertando de un sueño, de su existencia).
Ella había colaborado conmigo desde entonces, bajo la simple excusa de conocer a todo el pueblo, por ser la hija del juez. Había sido mi compañía en mis recorridas diurnas y nocturnas, y había sido también la que me informó en reiteradas ocasiones que el pueblo mentía. Al parecer, todos creían que los asesinatos eran azarosos y completamente propios del capricho de un fantasma, posición que me irritaba como pocas; Claudia en cambio, opinaba que esto no era más que una excusa: “no quieren decir que en realidad, los tres muertos eran opositores al intendente”, “¿opositores?”, pregunté, “son alvearistas”, “¿y el intendente?”, “el intendente es amigo íntimo del presidente Yirigoyen”. ¿Podía ser la política un factor de muerte? ¿Sería ese el punto en común entre los tres muertos que tanto había buscado? Le pregunté, rápidamente “¿Hay algún otro alvearista?” Claudia pensó unos momentos. De pronto, se asustó y levantó sus ojos hacia mí, más grandes que nunca, y dijo: “mi padre”.
Había algo en la historia que no cerraba. Una simple oposición política no basta para cometer asesinatos de una manera tan atroz y, en todo caso, si su padre compartía esa cualidad en común con los muertos, ¿cómo Claudia no lo había notado antes? Igualmente, nos dirigimos a su casa, al estudio del padre, y le comentamos las reflexiones. Asustado, me preguntó qué debía hacer. Le recomendé guarecerse en el cuarto más cerrado de la casa hasta que pase la noche. Obedeció. Claudia me dijo que quería acompañarme. Le dije que se quedara con su padre. Insistió. Insistí.
Salí de la casa apurado, estaba anocheciendo y era claro que esa noche nos esperaba un crimen. Corrí rápidamente a la casa del intendente. Golpeé con fuerza la puerta y me abrió, preocupado. Me hizo pasar y me ofreció un té. Le hablé sin vueltas: “necesito que me diga todo lo que sabe de Claudia Sáenz”.
Ahora la leyenda estaba frente a mí, finalmente. Ya no podía argumentar que los mitos no existen: había uno que intentaba terminar mi vida, y era tan real como la carne misma. Confieso que nunca llegué a verlo con lujo de detalle, pero los elementos fundamentales estaban todos presentes: montaba un corcel, portaba una espada, y sobre sus hombros no se levantaba absolutamente nada. La noche era cerrada, el barro me contenía contra el suelo, y él estaba parado sobre mí, en la puerta de la casa del intendente, a la medianoche, y a punto de dejar caer su arma sobre mi cabeza. Tomé su pierna con los dos brazos e intenté hacerlo caer, esquivé un golpe y salí corriendo. Debo decir que lo que le faltaba de cabeza le sobraba de torpeza, pero rápidamente subió al caballo y comenzó a perseguirme. Me dirigí a la casa del juez y prácticamente tumbé la puerta a golpes para entrar, con el sonido del galope retumbando en mis oídos, y acercándose rápidamente.
Subí al primer piso y, junto a la puerta tapiada donde se encontraba el padre, Claudia estaba parada, esperándome. Se me acercó corriendo y me abrazó, preguntándome si estaba bien. “Decile que pare”, le dije. “¿A quién?”, me preguntó, pasando por inocente. “Al jinete”, “no sé de qué me estás hablando”. Le dije que el intendente me había contado que el juez no era su padre real, sino adoptivo. Que me había contado la historia del verdadero, de su vida criminal, de su ejecución en la horca luego de la condena de los hombres importantes del pueblo, y de su pobre hija bastarda, adoptada por compasión por el hombre que lo juzgó. También le dije que los mitos funcionan en gente de pueblo, pero nunca en un porteño, y que sea su amante o un empleado el que se disfrazaba para ejecutar sus órdenes, tenía los días contados. Que su venganza era vana, que su miedo a la deshonra la había llevado a la deshonra misma. “A mí, querida, nadie me distrae de la evidencia del cuerpo, y tu cuerpo, efectivamente, es muy evidente”.
Lo que siguió después no es digno de mención. El caso estaba resuelto y sólo faltaba ejecutar el juicio y la condena. Cuánto de esa última parte sucedió, no estoy seguro: Claudia huyó de la casa en el mismo momento de mi revelación. Temeroso de represalias, me apuré a liberar al juez y a explicarle lo sucedido. Ya no era el único en saberlo. Nos armamos y procuramos pasar la noche en seguridad. Al día siguiente, era noticia pública y yo me alejé a Buenos Aires, habiendo develado la verdad, y dejando la justicia a quienes la ejercen.
Me enteré poco después de que los habitantes de Capilla del Señor habían descubierto a un asesino que se hacía pasar por fantasma, pero nunca más supe de Claudia. Nunca dejé de sentir lástima. Realmente, era un cuerpo perfecto.