jueves, 26 de julio de 2012

Superí

Sólo las variaciones ocupaban mi mente. Salí a caminar, para despejarme de tantos días y tantas noches, y me perdí en el barrio. Después de un rato de andar, volví a la lucidez, y vi que la calle estaba realmente oscura. Recordaba haber salido de día (o al menos, a la tarde), pero el cielo ya no se veía y la iluminación pública dejaba mucho que desear. ¿Era eso? Miré a mis alrededores, buscando ubicarme, y descubrí que la esquina en la que estaba detenido no tenía una construcción, en el sentido estricto de la palabra. Una cerca negra, alta (ahora no recuerdo si era negra, si era de metal, o si se trataba de un montón de arbustos tapando la vista), se extendía por media cuadra a cada lado de la esquina, y hacia arriba y desde adentro, asomaban puntas de pinos y árboles.
Caminé la cerca, a los lados, buscando una entrada, queriendo ver qué había en el interior. Todo a lo largo, no había un solo farol. Llegué finalmente a una reja gruesa, más alta que la cerca, que hacía las veces de puerta. Miré hacia adentro. Había olor a hojas, a bosque, y me sentí chico. Era un bosque completamente oscuro, había hiedras en el suelo, algunas de las cuales llegaban hasta mis pies asomándose de la reja, como intentado salir, y había un pasillo de azulejos que se extendía hasta una puerta. Levanté la vista, y vi una luz. Un farolito apenas, sobre una puerta de madera doble, en una fachada destruida por el tiempo. La puerta era una entrada, una mínima entrada a una construcción que se erguía detrás, de límites invisibles, y sobre ella vi una torre, rídicula, totalmente afuera del espacio y del tiempo,  con techo de tejas en punta. Todo en completa oscuridad, a excepción del farolito de la puerta. Alguien vivía en esa casa.
Deduzco que la calle era Superí, si el plano mental que dibujé horas después no me engañó, pero las veces que volví, a plena luz del día, no pude encontrarla. No sé.  

miércoles, 2 de junio de 2010

Los cuerpos

El momento había llegado. Contra todos mis razonamientos, ahí estaba él, mirándome, sin ojos, parado frente a mí.
Hacía una semana nada más que había llegado al pueblo de Capilla del Señor, como investigador, y prontamente los sucesos se habían precipitado. Al comienzo, las cosas habían sido rutinarias: llegué un 9 de julio a un pueblo vacío por la siesta y el feriado, a las dos de la tarde, y en seguida vino a mí la inevitable imagen del lugar fantasma. Lo recorrí entero sin que nadie, creí entonces, reparara en mí, antes de avisar mi llegada al intendente.
Nada fue fácil a partir de entonces. Desde Buenos Aires me habían encargado el caso, según ellos, por la dificultad que radicaba en el mismo; confieso sin vergüenza, que fue más bien por el talento descubierto en mí. Mis años como médico me habían hecho inmune a la mentira criminal: todo está en los cuerpos, la verdad yace en la sangre y los músculos.
Pero este caso, este sí era un caso extraño. Tres crímenes se habían sucedido en la semana anterior a mi llegada: los muertos, todos figuras de poder (las cabezas de las familias más importantes de la región), y el método, de lo más arcaico. El punto en común era el corte limpio y perfecto que separaba a la cabeza del cuerpo. Al preguntar si las cabezas se habían encontrado junto a los cuerpos me habían dicho, con un tono tenebroso y ridículo: “señor, las cabezas nunca fueron encontradas”.
En seguida en el pueblo había surgido la mundana superstición, el verdadero opio del pueblo, de un fantasma, un jinete degollado que cobraba venganza a la gente que lo había traicionado y corría por las noches sobre las calles de tierra o adoquines, seccionando las cabezas y llevándoselas a su guarida.
Aún más extraño que el caso, no obstante, era la poca colaboración de la gente en mi investigación. Desde el principio sólo había contado con la ayuda de unas pocas personas, y en rasgos generales, estaba sólo como sólo yo podía estarlo. Excepto por Claudia, por supuesto.
Cuando la vi por primera vez, no pude evitar detenerme, como un idiota, en la contemplación más sacra y más profana a la vez. Fue más allá de mí: sus ojos grandes como dos lunas, su sonrisa de navidad, su cuerpo moldeado artesanalmente (una forma que iba más allá de mi comprensión: la perfección radica en detalles tan imperceptibles, que recién cuando la vemos nos damos cuenta, como despertando de un sueño, de su existencia).
Ella había colaborado conmigo desde entonces, bajo la simple excusa de conocer a todo el pueblo, por ser la hija del juez. Había sido mi compañía en mis recorridas diurnas y nocturnas, y había sido también la que me informó en reiteradas ocasiones que el pueblo mentía. Al parecer, todos creían que los asesinatos eran azarosos y completamente propios del capricho de un fantasma, posición que me irritaba como pocas; Claudia en cambio, opinaba que esto no era más que una excusa: “no quieren decir que en realidad, los tres muertos eran opositores al intendente”, “¿opositores?”, pregunté, “son alvearistas”, “¿y el intendente?”, “el intendente es amigo íntimo del presidente Yirigoyen”. ¿Podía ser la política un factor de muerte? ¿Sería ese el punto en común entre los tres muertos que tanto había buscado? Le pregunté, rápidamente “¿Hay algún otro alvearista?” Claudia pensó unos momentos. De pronto, se asustó y levantó sus ojos hacia mí, más grandes que nunca, y dijo: “mi padre”.
Había algo en la historia que no cerraba. Una simple oposición política no basta para cometer asesinatos de una manera tan atroz y, en todo caso, si su padre compartía esa cualidad en común con los muertos, ¿cómo Claudia no lo había notado antes? Igualmente, nos dirigimos a su casa, al estudio del padre, y le comentamos las reflexiones. Asustado, me preguntó qué debía hacer. Le recomendé guarecerse en el cuarto más cerrado de la casa hasta que pase la noche. Obedeció. Claudia me dijo que quería acompañarme. Le dije que se quedara con su padre. Insistió. Insistí.
Salí de la casa apurado, estaba anocheciendo y era claro que esa noche nos esperaba un crimen. Corrí rápidamente a la casa del intendente. Golpeé con fuerza la puerta y me abrió, preocupado. Me hizo pasar y me ofreció un té. Le hablé sin vueltas: “necesito que me diga todo lo que sabe de Claudia Sáenz”.
Ahora la leyenda estaba frente a mí, finalmente. Ya no podía argumentar que los mitos no existen: había uno que intentaba terminar mi vida, y era tan real como la carne misma. Confieso que nunca llegué a verlo con lujo de detalle, pero los elementos fundamentales estaban todos presentes: montaba un corcel, portaba una espada, y sobre sus hombros no se levantaba absolutamente nada. La noche era cerrada, el barro me contenía contra el suelo, y él estaba parado sobre mí, en la puerta de la casa del intendente, a la medianoche, y a punto de dejar caer su arma sobre mi cabeza. Tomé su pierna con los dos brazos e intenté hacerlo caer, esquivé un golpe y salí corriendo. Debo decir que lo que le faltaba de cabeza le sobraba de torpeza, pero rápidamente subió al caballo y comenzó a perseguirme. Me dirigí a la casa del juez y prácticamente tumbé la puerta a golpes para entrar, con el sonido del galope retumbando en mis oídos, y acercándose rápidamente.
Subí al primer piso y, junto a la puerta tapiada donde se encontraba el padre, Claudia estaba parada, esperándome. Se me acercó corriendo y me abrazó, preguntándome si estaba bien. “Decile que pare”, le dije. “¿A quién?”, me preguntó, pasando por inocente. “Al jinete”, “no sé de qué me estás hablando”. Le dije que el intendente me había contado que el juez no era su padre real, sino adoptivo. Que me había contado la historia del verdadero, de su vida criminal, de su ejecución en la horca luego de la condena de los hombres importantes del pueblo, y de su pobre hija bastarda, adoptada por compasión por el hombre que lo juzgó. También le dije que los mitos funcionan en gente de pueblo, pero nunca en un porteño, y que sea su amante o un empleado el que se disfrazaba para ejecutar sus órdenes, tenía los días contados. Que su venganza era vana, que su miedo a la deshonra la había llevado a la deshonra misma. “A mí, querida, nadie me distrae de la evidencia del cuerpo, y tu cuerpo, efectivamente, es muy evidente”.
Lo que siguió después no es digno de mención. El caso estaba resuelto y sólo faltaba ejecutar el juicio y la condena. Cuánto de esa última parte sucedió, no estoy seguro: Claudia huyó de la casa en el mismo momento de mi revelación. Temeroso de represalias, me apuré a liberar al juez y a explicarle lo sucedido. Ya no era el único en saberlo. Nos armamos y procuramos pasar la noche en seguridad. Al día siguiente, era noticia pública y yo me alejé a Buenos Aires, habiendo develado la verdad, y dejando la justicia a quienes la ejercen.
Me enteré poco después de que los habitantes de Capilla del Señor habían descubierto a un asesino que se hacía pasar por fantasma, pero nunca más supe de Claudia. Nunca dejé de sentir lástima. Realmente, era un cuerpo perfecto.

martes, 16 de marzo de 2010

Siete horas

El cigarrillo se apagaba. Vi en el suelo uno casi entero, que alguien habría tirado al llegar el colectivo, y lo levanté. Lo encendí con el mío, mientras moría. Di unos pasos por la vereda, en círculos. Corrientes estaba casi vacía, la calle estaba sucia y las luces de sodio, una vez más, eran la única compañía.
Unas horas antes, estaba en lo de Germán bañándome. El asado que nunca probé se estaba gestando y yo estaba haciendo un enchastre de agua en el baño que no se suponía que debía usar para lo que estaba haciendo. Desaté una lluvia sobre la alfombra, los toallones, el piso, todos los rincones de ese espacio de dos metros cuadrados. Intenté secarlo con mi propia toalla, que quedó hecho un trapo de piso, me vestí y bajé. Ya habían llegado algunos, estaban tocando la guitarra y preparándose para comer. Pero yo no. No esa noche, en todo caso. Me latía el cuerpo. Apuré un vaso de ron, mientras salía. Pedí un cigarrillo y Franco me decía “acordate: fotografía y letras, de ahí podés sacar para rato. Belleza no le falta, le falta un silencio nomás, así que no vas a tener problemas”; “listo, listo, gracias”. “Suerte, Lepra”. Lindo apodo. Germán me cerró y me tomé el colectivo. Que sea de las que hablan, que hable, que hable.
Compré otro cigarrillo suelto y el quiosquero se burló, “¿querés un par de pulmones, también?”. Y ella no llegaba. Volví a mi esquina, mi nueva casa, y me sentí mal vestido, incómodo. Y entonces apareció el veintiséis, y dentro suyo, una silueta de rojo. Rojo muerte. Era el momento. Bajó a una cuadra de distancia. ¿Por qué me dijo que paraba en Bulnes si para en Mario Bravo? No quería que la viera bajar. ¿La voy a reconocer? Interesante experiencia salir con alguien de quien no se tiene memoria visual. “Es linda… Bah, no es indiscutiblemente linda”, había dicho Franco. Pero la vi acercarse en la oscuridad y supe que sí lo era. Y eso que Franco en general solía tener buen gusto. Cuando estaba a dos metros de distancia me preparé mentalmente, deseé que hablara y me acerqué. Nos saludamos. Y hablaba.
No voy a mentir. Fue un gran alivio que hablara y mucho, y me calmó los latidos. Se arremolinaron los pensamientos y por un momento pensé que sólo me hablaba de experiencias con drogas y me pregunté qué le pasaba. Claramente no me conocía, o no se le hubiera ocurrido hablar tanto de eso en una primera salida conmigo. Igualmente mis ganas de quedar bien o de no ser un idiota inadaptado (en todo caso, de no parecerlo), me hicieron restarle importancia a cualquier cosa que me pudiera decir. No había cenado más que una pera (cortesía de Casa Germán) y pensé que tanta cerveza me iba a hacer mal. Tomamos todas las cervezas necesarias. La empecé a ver mejor, a memorizar su rostro, sus gestos. Y entonces empecé a analizar y a darme cuenta de que era una de esas chicas que uno se imagina. De alguna manera me la había buscado; de una manera extraña, casi profética, un destino. Tuve la obsesión de salir con esta chica, a quien no conocía en lo más mínimo. Y tenía exactamente lo que esperaba. Era fotógrafa. ¡Era fotógrafa! Y yo que había estado meses y meses buscando una. “¿Te calientan las fotógrafas?”, dijo Germán; “¿Y a quién no?”; “totalmente”. Y ahí estaba mi fotógrafa personal, hablándome de todos los trabajos que había tenido. Una estudiante que trabaja cuando puede y cuando quiere, saca fotos, tiene vida propia, se viste de rojo y dice birra en vez de cerveza, invariablemente. “Tomamos mucha birra y ahora tenemos que hacer mucho pis”. No le importaba nada.
Y estaba también, sentada entre nosotros, mi preocupación enfermiza y néurotica. A las cinco salimos del bar y caminamos a la parada del veintiséis. Mierda, ella estaba muy lejos. Y yo buscaba el momento. Antes teníamos una mesa en el medio, era la excusa que me dejaba tranquilo. Ahora no tenía ninguna mejor que un montón de aire, que para mí era lo mismo que una pared de concreto. Malditas leyes sociales. Siempre nosotros. Y ahí estaba yo, enfrentado a mi cerebro en busca de la gloria en zapatillas, de la fotógrafa de rojo. No sabía en ese momento lo que iba a pasar en los días o meses siguientes, pero tenía que actuar ahora o cualquier posibilidad se moría ahí mismo enfrente mío. Ya de por sí, se estaba desangrando y me pedía ayuda.
La invité a desayunar, para ganar tiempo. El elemento restante: amor a los desayunos, había hecho su aparición magistral, y me dio algo de seguridad. De vuelta en la parada, con el café en la panza y algunas medialunas, no había nada que me pudiera detener. No podía haber nada. Pero había. Mierda mierda mierda. Tiene que haber alguna manera de combatir estas cosas. Pero no, no hay nada, y yo estaba desnudo debajo de mi campera. ¿Y qué pasaba si, como había dicho T, me invitaba a su casa? En ese momento terminaba mi vida como la había conocido, y me retraía en la cobardía suprema de cualquier neurótico traumatizado. Pero no lo había hecho, gracias a dios. Aunque bien pudiera hacer algo. Llegó el silencio y las miradas al fondo de la calle, a ver si aparecía algún transporte que me apretara contra la pared y no me dejara opción. Estaba en el fondo del pozo y nadie, nadie, me tiraba una soga.
Finalmente uno nunca conseguía ayuda en situaciones así (en ninguna, en realidad) y por eso el gesto de salvataje de la chica de rojo fue mi liberación espiritual, mi bomba de hidrógeno. Cuando estaba a punto de morir en el fondo del pozo ese, oscuro y sucio, me ofreció un escalón para sentarnos, y ya estuvo todo dicho. Cobarde, cobarde asqueroso. Maricón. Después de siete horas de sufrir mi cerebro abollado, me sentó a su lado y entonces le pasé la mano por el pelo. Unos rulos, o rizos, no sé la terminología, un pelo enrulado, digamos, que era la gloria al tacto, y el contacto físico, y fue todo. Quería abrazarla por haberlo logrado. Una medalla de oro en las olimpíadas de los cagones. Sí, era indiscutiblemente linda. Y no me importó ni el veintiséis ni el ciento sesenta ni el trescientos cincuenta y cuatro. Fui libre, y viva la libertad. Se subió al colectivo y ayudé a una vieja ciega a cruzar la calle.
Emprendí el retorno al hogar después de dos noches de ausencia. Amanecía y era domingo. Se llamaba Casandra.

domingo, 7 de marzo de 2010

El uso del tiempo 2

- “La noche de los pases perdidos”: ahí tenés un título para tu próximo cuento – dijo Marcos. Ya será.
Y era de nuevo la noche y el calor, y no hay nada como una ciudad grande, sucia y calurosa. Estábamos todos de vuelta, después de recorrer todas las puntas del país, cada uno a su manera, y ahora una capa de sudor nos recubría el cuerpo. Más tarde en el colectivo volviendo pensé: “estoy estancado en los relatos de las noches. A partir de acá, dos caminos: la continuación ritual y coleccionista; o la derrota y el cambio”.
- ¿Por qué nunca escribís sobre mí? – me dijo Dani en un momento, al levantarse del vidrio.
- Sí que escribo sobre vos. A veces – después de navidad todos tenían ganas que escribiera sobre ellos, y fue divertido.
La mesa de vidrio era un caos, como solía serlo, y el calor, si bien incomparable con lo que sería un poco más tarde, era poco soportable. Hicimos lo que teníamos que hacer, llamamos a Julio varias veces para que nos presente a la novia (no lo hizo), y viajamos siete personas en un autito hacia alguna fiesta en algún lugar. Había olor a ciudad y recordé mis esfuerzos en algún lago para prender un fuego con ramas húmedas, sin ya gas en el anafe, sin luz, sin baños, sin nada y pensé que en el fondo es lo mismo, estés donde estés, siempre te pesa. Y a mí me pesaban las piedras que colgaban de mi cerebro, sin importar lo que tuviera en las zapatillas. “Anotá, anotá”, me decía Germán.
Saltamos un poco y sonaban unos vientos locos; fugazmente apareció Diego. Fugazmente desapareció. Alguien se fue atrás de una chica, Marcos se metió en el baño (Marcos, Marcos, que me pidió antes de salir que si volvía a escribir sobre él le cambiara el nombre y entonces recordé que en algún relato viejo efectivamente tenía otro nombre que podría retomar), y me quedé sólo con Franco y una evocación vino a mi mente, una fuerza inspiradora que me hizo darme cuenta de que el tiempo no existe, y menos la realidad, y que la organicidad temporal de los relatos ya no tienen ningún sentido ni necesidad. Después de todo, Hemingway está muerto. Y entonces lo siguiente.
Era el fresco de la madrugada, ese que le dan ganas a uno de tener un suéter, o al menos una camisa un poco más gruesa, pero que sabe que una vez subido al bondi se lo sacaría inmediatamente, y caminaba con Franco a Las Heras, un poco tiritando y fumando los dos. El calor había aplacado, y la transpiración, al salir del lugar, había pegado la ropa a nuestros cuerpos enfriándose y haciéndonos sufrir un poco. Y entonces surgió el tema mágico, ese del que tanto me puede llegar a gustar hablar (T diría de enfermo que soy) y que sospecho que, aunque no se explaye, también le gusta a Franco (y, claramente, a T) (y, probablemente, a todos), y le pregunté sobre Paula y su situación y me dijo que bien, ¿bien? Bien. Llegamos a las paradas y nos detuvimos a medio camino de las dos, para que el primero en irse pueda correr a su transporte.
- El otro día me llamó y hablamos cuarenta minutos. Yo le dejé bien claro que me chupaba un huevo. Que se agarre a cualquiera que yo también – y a mi cuerpo llegó esa sensación, evocada, de cuando uno se entera con quién está ella. Ese calor que empieza en el pecho y le dan ganas de irse a la Antártida y de prender fuego a la ciudad entera y a todos sus habitantes y cómo es posible que entre trece millones de habitantes se dé todo en grupos tan chicos. La gente no se desvanece en la multitud. Esos planos de las películas de Bourne en que la cámara se aleja y el personaje se pierde en el montón son todos una gran mentira.
Y entonces, cuando la charla se ponía divertida, ahí apareció él, como una criatura prehistórica urbana, verde y blanco y avanzando de lejos con el ruido agudo de sus frenos o lo que sea, atravesando avenidas vacías y cruzando la ciudad anunciando que es el rey del sur: el treinta y siete se acerca. Franco lo vio y me dio un leve abrazo, terminando abruptamente su relato y yo corrí, o troté, reactivando mis piernas adoloridas y tirándole mi último cigarrillo a su pedido, lleno de culpa por no quedarme a escuchar y viéndolo parado ahí, en la nada misma, fumando solo.
Y adónde iba todo. “Uno setenta y cinco” y sentarse en un asiento de uno, a mirar por la ventana. Pensé en los demás. Pensé en Julio durmiendo con su chica, que nunca iba a conocer. Marcos teniendo sexo en una plaza o tomando una cerveza en algún lado. Germán volviendo en taxi a la casa del padre. T en crisis con algún hombre que la persigue. También pensé en mi chica, que la había dejado sola con los gatos y los padres después de la película.
“Anotá, anotá”. Y recuerdo esa caja de cigarrillos en el Lago Gutiérrez, poseída por los de Córcega, que me miraba y decía, en letras grandes y negras: “Fumer Tué”.

domingo, 7 de febrero de 2010

Epuyén

Y de nuevo la rodilla. Ese dolor agudo, como un pinchazo, como una aguja que no quiere salir y aprieta la articulación a cada paso. La flexiono y la estiro, la masajeo con las dos manos, apretando fuerte; respiro hondo, y sigo subiendo.
Piso con la bota, todavía algo húmeda, y escucho el crujir de la hojarasca bajo el pie. Ya no hay casi luz, y la poca que queda se filtra entre los árboles que se tambalean y oscilan con el viento, amenazando con caerme encima. Pienso que ya no hay casas, ni cerca ni en ningún lado. Pienso que ya no hay gente con quien merezca la pena hablar.
Pero atrás está el grupo, que ya prendió algunas antorchas y me sigue como un grupo de nenes huérfanos, exploradores idiotas.
Unos kilómetros más adelante nos detenemos a pasar la noche. Me siento sobre un tronco caído y saco el tabaco del bolsillo de mi camisa. Lo dispongo junto a mí en el tronco y tanteo si hay algo seco. No mucho. Apoyo una piedra sobre él para dejarlo a secarse. El grupo está haciendo el fuego y Gutiérrez se me acerca para consultarme algo en un mapa de la región. No recuerdo la respuesta.
Estiro mi pierna sobre el tronco, cuidando de no tirar el tabaco, y miro al lago, a unos árboles de nosotros que, iluminado por la luna, me mira. ¿Y si Sheffield mintió? ¿Y si acá tampoco hay nada? Qué ingenuos habremos sido en Buenos Aires para creer que una carta podía darnos una idea de lo que había en estos lagos. Ya no creo encontrar un monstruo. Ya no creo encontrar nada similar a eso, excepto el lago y el bosque mismo. Pero Gutiérrez y los nenes están más que emocionados.
Me pongo de pie y rengueo por el bosque. Empiezo a ver cada vez menos, alejándome del fogón y las antorchas. Siento los ruidos de los árboles, y de lo que sea que hay ahí en ese rincón, que aunque me acerque sigue estando y no lo veo. Siento un silencio tanto más ruidoso que las voces de los otros, que ya me empiezan a llamar a gritos. Procuro no hacer ruido y camino un poco más.
Al fin muevo unas ramas y lo veo. Entre el bosque y el lago no hay nada: ni una playa, ni un poco de tierra húmeda. Los árboles se detienen como por un mandato divino y de golpe surge el agua, que se extiende brillando por kilómetros, con esa luz negra y plateada de luna. Los montes de acechan. Oigo los gritos. ¿Puede ser que efectivamente acá no haya nada?
Algo se mueve en el agua.
Y de nuevo la rodilla.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

No me gusta

por Luis Reboredo

las tardes nubladas
el otoño insensato
la psicología inversa, tampoco los gatos
ni la costa en enero ni la cancha de vélez
pero menos que menos las casitas de belgrano
la verdad a medias, la hipocresía innata
el egoísmo latente en los nenes de tres años
el fascismo incipiente
las multitudes sin cabeza
el noticiero de las ocho vende carne podrida en tu mesa
que me hablen seguido cuando recién me levanto
las minas insípidas que prefieren dar vueltas
los imbéciles que creen que amar es no soltarte
el sexo que es impuro cuando tiene recatos
la plata de traje que se cree mejor que el narco
y aunque este mundo es insano
y aunque me quejo por eso
en verdad, lo que menos me gusta es que no me devuelvan un beso.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Los Pases


Un pase
Las chicas hacían pis contra el baobab del fondo. Era un país en sí mismo, con las raíces levantándose y las botellas y las sillas distribuidas sobre él, y sus islas de tierra y su interior desconocido. Nos acercamos y las encontramos, se tambaleaban corriendo y nos pedían que no fuéramos más cerca que las íbamos a ver. Franco y Germán tenían que mear, sí o sí, y esperamos a que terminaran para poder pasar. Germán armaba y le convidé vino. Las chicas se fueron en grupos chicos y Dani se quedó con nosotros. Franco se fue a mear y Germán le convidó a Dani. Rechazó.
En ese baobab ya no había nadie, en cambio al fondo el gran grupo de pie parecía invitarnos a entrar, y la luz blanca de algún farol caía justo encima de sus cabezas. Eran cientos. Franco volvió del árbol, se limpió de blanco y Dani se fue. Caminamos hacia la fiesta y pasamos por las enredaderas, verdes y abotelladas.
- No lo puedo creer, ahí está Paula –me dijo Franco en voz baja.
- Derecha, derecha –nos desviábamos.
- ¡No la mires!
- No la estoy mirando.

Dos pases
Polto giraba y giraba entre la gente, y quería bailar y quería fernet. Nos encontró a la media hora de haber llegado. “Me agarré una mina que nada que ver, que no es ninguna de las dos que yo quería. Quiero a la prima ya. Vamos a dar una vuelta a ver si al encontramos“. La botella de vino blanco que, prácticamente sólo, se había tomado, rodaba por el asfalto. Llegó tranquila y solitaria junto a un auto dado vuelta y muy oxidado junto al que una pareja se daba los besos. Vamos a dar una vuelta a ver si la encontramos. Entre la gente, la luz, la música, las campanitas, la noche buena, y el asfalto, las estrellas. Y la prima y la ex. Polto saltó y corrió.

Tres pases
La enredadera y sus botellas nos abrazaban y los cuatro, sentados ahí, miramos la gente a lo lejos. Habíamos perdido a Diego, pero no importaba. “Miralo, es un poeta, escribe en cualquier lado”, dijo Franco a Polto y nos reímos un poco y nos paramos, se limpiaron y nos fuimos. Nos sentamos entre la gente.
- Hola, Pau –Franco se paró y se quedó hablando.
Di unas vueltas mientras compraban Fernet y un montículo de rulos me indicó otra cara conocida. A los gritos y entre la música, casi a la luz del sol, le leí mis anotaciones a T, que escuchó sin parar de bailar, y le dije que estábamos comprando Fernet. Vino conmigo. Al rato Polto y yo nos quedamos sin mucho que hacer y dimos unas vueltas buscando a la prima deseada o a la ex perdida.

Cuatro pases
Franco camina con Paula, abrazados hacia la salida del estacionamiento. La luz del sol rebota en las puntas de los edificios para caer difusa sobre el asfalto, que brilla levemente y los ilumina. Salen de la fiesta y encaran para Arenales.
Germán se acerca con T y avisa que se van; están de la mano o algo así. Se van a su casa y se despiertan al día siguiente con resaca y cansados, y hacen té.

Cinco pases
Polto y yo damos las vueltas por el lugar. No están ni la ex ni la prima, y suena el teléfono y nos habla alguien y nos pide cigarrillos y Polto no escucha nada y grita y grita por el teléfono. Al final me lo da. “Dice que está por el baobab del centro”. Al fin habíamos encontrado a Diego. Nos encaminamos al baobab indicado, todo con gente y sillas y botellas y plantas saliéndole de adentro, y ahí está Diego, con una gran sonrisa y hablando con alguien que no conoce.
Diego muy temprano, cuando desapareció, se fue con la muchacha al bosque, entre los árboles del cantero de la fiesta. Se sentaron y Diego ya estaba borracho, y se dieron los besos sobre la tierra. Al fin la acompañó a su casa en taxi, se bajaron y se dieron más besos, y la muchacha no lo dejó subir al departamento. Diego dijo que así es la vida, que la noche había terminado, y se dio cuenta de que la faltaban el celular y la billetera.
A las cinco y media de la mañana caminó treinta cuadras, atravesando la ciudad desde almagro hasta facultad de medicina, y hurgó en las profundidades del bosque, y entre el alcohol regado en el barro y las flores de verano y las mujeres y las parejas, salió triunfante, celular y billetera en mano, y se encontró con otra muchacha, y hubo beso. La sonrisa de una gran noche le surcaba el rostro y le contó a la historia a los cientos de personas que quedaron en el lugar a las siete de la mañana.
Polto y yo le hicimos compañía, apareció más gente, y la música declinó, y la gente se sentó. Eran las siete y me despedí. El fernet caía por mi camisa y mis pantalones, y mi zapatilla, izquierda, atada la suela con un cordón de cuero, lo dejaba entrar hasta la planta del pie. Caminé al sol, alejándome y escuchando una noche de paz instrumental que, a modo de despedida, largaban desde la barra. Hice pis en un árbol, felicité a unos mendigos, caminé a la parada y me senté en el cordón.