domingo, 7 de febrero de 2010

Epuyén

Y de nuevo la rodilla. Ese dolor agudo, como un pinchazo, como una aguja que no quiere salir y aprieta la articulación a cada paso. La flexiono y la estiro, la masajeo con las dos manos, apretando fuerte; respiro hondo, y sigo subiendo.
Piso con la bota, todavía algo húmeda, y escucho el crujir de la hojarasca bajo el pie. Ya no hay casi luz, y la poca que queda se filtra entre los árboles que se tambalean y oscilan con el viento, amenazando con caerme encima. Pienso que ya no hay casas, ni cerca ni en ningún lado. Pienso que ya no hay gente con quien merezca la pena hablar.
Pero atrás está el grupo, que ya prendió algunas antorchas y me sigue como un grupo de nenes huérfanos, exploradores idiotas.
Unos kilómetros más adelante nos detenemos a pasar la noche. Me siento sobre un tronco caído y saco el tabaco del bolsillo de mi camisa. Lo dispongo junto a mí en el tronco y tanteo si hay algo seco. No mucho. Apoyo una piedra sobre él para dejarlo a secarse. El grupo está haciendo el fuego y Gutiérrez se me acerca para consultarme algo en un mapa de la región. No recuerdo la respuesta.
Estiro mi pierna sobre el tronco, cuidando de no tirar el tabaco, y miro al lago, a unos árboles de nosotros que, iluminado por la luna, me mira. ¿Y si Sheffield mintió? ¿Y si acá tampoco hay nada? Qué ingenuos habremos sido en Buenos Aires para creer que una carta podía darnos una idea de lo que había en estos lagos. Ya no creo encontrar un monstruo. Ya no creo encontrar nada similar a eso, excepto el lago y el bosque mismo. Pero Gutiérrez y los nenes están más que emocionados.
Me pongo de pie y rengueo por el bosque. Empiezo a ver cada vez menos, alejándome del fogón y las antorchas. Siento los ruidos de los árboles, y de lo que sea que hay ahí en ese rincón, que aunque me acerque sigue estando y no lo veo. Siento un silencio tanto más ruidoso que las voces de los otros, que ya me empiezan a llamar a gritos. Procuro no hacer ruido y camino un poco más.
Al fin muevo unas ramas y lo veo. Entre el bosque y el lago no hay nada: ni una playa, ni un poco de tierra húmeda. Los árboles se detienen como por un mandato divino y de golpe surge el agua, que se extiende brillando por kilómetros, con esa luz negra y plateada de luna. Los montes de acechan. Oigo los gritos. ¿Puede ser que efectivamente acá no haya nada?
Algo se mueve en el agua.
Y de nuevo la rodilla.