domingo, 7 de marzo de 2010

El uso del tiempo 2

- “La noche de los pases perdidos”: ahí tenés un título para tu próximo cuento – dijo Marcos. Ya será.
Y era de nuevo la noche y el calor, y no hay nada como una ciudad grande, sucia y calurosa. Estábamos todos de vuelta, después de recorrer todas las puntas del país, cada uno a su manera, y ahora una capa de sudor nos recubría el cuerpo. Más tarde en el colectivo volviendo pensé: “estoy estancado en los relatos de las noches. A partir de acá, dos caminos: la continuación ritual y coleccionista; o la derrota y el cambio”.
- ¿Por qué nunca escribís sobre mí? – me dijo Dani en un momento, al levantarse del vidrio.
- Sí que escribo sobre vos. A veces – después de navidad todos tenían ganas que escribiera sobre ellos, y fue divertido.
La mesa de vidrio era un caos, como solía serlo, y el calor, si bien incomparable con lo que sería un poco más tarde, era poco soportable. Hicimos lo que teníamos que hacer, llamamos a Julio varias veces para que nos presente a la novia (no lo hizo), y viajamos siete personas en un autito hacia alguna fiesta en algún lugar. Había olor a ciudad y recordé mis esfuerzos en algún lago para prender un fuego con ramas húmedas, sin ya gas en el anafe, sin luz, sin baños, sin nada y pensé que en el fondo es lo mismo, estés donde estés, siempre te pesa. Y a mí me pesaban las piedras que colgaban de mi cerebro, sin importar lo que tuviera en las zapatillas. “Anotá, anotá”, me decía Germán.
Saltamos un poco y sonaban unos vientos locos; fugazmente apareció Diego. Fugazmente desapareció. Alguien se fue atrás de una chica, Marcos se metió en el baño (Marcos, Marcos, que me pidió antes de salir que si volvía a escribir sobre él le cambiara el nombre y entonces recordé que en algún relato viejo efectivamente tenía otro nombre que podría retomar), y me quedé sólo con Franco y una evocación vino a mi mente, una fuerza inspiradora que me hizo darme cuenta de que el tiempo no existe, y menos la realidad, y que la organicidad temporal de los relatos ya no tienen ningún sentido ni necesidad. Después de todo, Hemingway está muerto. Y entonces lo siguiente.
Era el fresco de la madrugada, ese que le dan ganas a uno de tener un suéter, o al menos una camisa un poco más gruesa, pero que sabe que una vez subido al bondi se lo sacaría inmediatamente, y caminaba con Franco a Las Heras, un poco tiritando y fumando los dos. El calor había aplacado, y la transpiración, al salir del lugar, había pegado la ropa a nuestros cuerpos enfriándose y haciéndonos sufrir un poco. Y entonces surgió el tema mágico, ese del que tanto me puede llegar a gustar hablar (T diría de enfermo que soy) y que sospecho que, aunque no se explaye, también le gusta a Franco (y, claramente, a T) (y, probablemente, a todos), y le pregunté sobre Paula y su situación y me dijo que bien, ¿bien? Bien. Llegamos a las paradas y nos detuvimos a medio camino de las dos, para que el primero en irse pueda correr a su transporte.
- El otro día me llamó y hablamos cuarenta minutos. Yo le dejé bien claro que me chupaba un huevo. Que se agarre a cualquiera que yo también – y a mi cuerpo llegó esa sensación, evocada, de cuando uno se entera con quién está ella. Ese calor que empieza en el pecho y le dan ganas de irse a la Antártida y de prender fuego a la ciudad entera y a todos sus habitantes y cómo es posible que entre trece millones de habitantes se dé todo en grupos tan chicos. La gente no se desvanece en la multitud. Esos planos de las películas de Bourne en que la cámara se aleja y el personaje se pierde en el montón son todos una gran mentira.
Y entonces, cuando la charla se ponía divertida, ahí apareció él, como una criatura prehistórica urbana, verde y blanco y avanzando de lejos con el ruido agudo de sus frenos o lo que sea, atravesando avenidas vacías y cruzando la ciudad anunciando que es el rey del sur: el treinta y siete se acerca. Franco lo vio y me dio un leve abrazo, terminando abruptamente su relato y yo corrí, o troté, reactivando mis piernas adoloridas y tirándole mi último cigarrillo a su pedido, lleno de culpa por no quedarme a escuchar y viéndolo parado ahí, en la nada misma, fumando solo.
Y adónde iba todo. “Uno setenta y cinco” y sentarse en un asiento de uno, a mirar por la ventana. Pensé en los demás. Pensé en Julio durmiendo con su chica, que nunca iba a conocer. Marcos teniendo sexo en una plaza o tomando una cerveza en algún lado. Germán volviendo en taxi a la casa del padre. T en crisis con algún hombre que la persigue. También pensé en mi chica, que la había dejado sola con los gatos y los padres después de la película.
“Anotá, anotá”. Y recuerdo esa caja de cigarrillos en el Lago Gutiérrez, poseída por los de Córcega, que me miraba y decía, en letras grandes y negras: “Fumer Tué”.

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