martes, 16 de marzo de 2010

Siete horas

El cigarrillo se apagaba. Vi en el suelo uno casi entero, que alguien habría tirado al llegar el colectivo, y lo levanté. Lo encendí con el mío, mientras moría. Di unos pasos por la vereda, en círculos. Corrientes estaba casi vacía, la calle estaba sucia y las luces de sodio, una vez más, eran la única compañía.
Unas horas antes, estaba en lo de Germán bañándome. El asado que nunca probé se estaba gestando y yo estaba haciendo un enchastre de agua en el baño que no se suponía que debía usar para lo que estaba haciendo. Desaté una lluvia sobre la alfombra, los toallones, el piso, todos los rincones de ese espacio de dos metros cuadrados. Intenté secarlo con mi propia toalla, que quedó hecho un trapo de piso, me vestí y bajé. Ya habían llegado algunos, estaban tocando la guitarra y preparándose para comer. Pero yo no. No esa noche, en todo caso. Me latía el cuerpo. Apuré un vaso de ron, mientras salía. Pedí un cigarrillo y Franco me decía “acordate: fotografía y letras, de ahí podés sacar para rato. Belleza no le falta, le falta un silencio nomás, así que no vas a tener problemas”; “listo, listo, gracias”. “Suerte, Lepra”. Lindo apodo. Germán me cerró y me tomé el colectivo. Que sea de las que hablan, que hable, que hable.
Compré otro cigarrillo suelto y el quiosquero se burló, “¿querés un par de pulmones, también?”. Y ella no llegaba. Volví a mi esquina, mi nueva casa, y me sentí mal vestido, incómodo. Y entonces apareció el veintiséis, y dentro suyo, una silueta de rojo. Rojo muerte. Era el momento. Bajó a una cuadra de distancia. ¿Por qué me dijo que paraba en Bulnes si para en Mario Bravo? No quería que la viera bajar. ¿La voy a reconocer? Interesante experiencia salir con alguien de quien no se tiene memoria visual. “Es linda… Bah, no es indiscutiblemente linda”, había dicho Franco. Pero la vi acercarse en la oscuridad y supe que sí lo era. Y eso que Franco en general solía tener buen gusto. Cuando estaba a dos metros de distancia me preparé mentalmente, deseé que hablara y me acerqué. Nos saludamos. Y hablaba.
No voy a mentir. Fue un gran alivio que hablara y mucho, y me calmó los latidos. Se arremolinaron los pensamientos y por un momento pensé que sólo me hablaba de experiencias con drogas y me pregunté qué le pasaba. Claramente no me conocía, o no se le hubiera ocurrido hablar tanto de eso en una primera salida conmigo. Igualmente mis ganas de quedar bien o de no ser un idiota inadaptado (en todo caso, de no parecerlo), me hicieron restarle importancia a cualquier cosa que me pudiera decir. No había cenado más que una pera (cortesía de Casa Germán) y pensé que tanta cerveza me iba a hacer mal. Tomamos todas las cervezas necesarias. La empecé a ver mejor, a memorizar su rostro, sus gestos. Y entonces empecé a analizar y a darme cuenta de que era una de esas chicas que uno se imagina. De alguna manera me la había buscado; de una manera extraña, casi profética, un destino. Tuve la obsesión de salir con esta chica, a quien no conocía en lo más mínimo. Y tenía exactamente lo que esperaba. Era fotógrafa. ¡Era fotógrafa! Y yo que había estado meses y meses buscando una. “¿Te calientan las fotógrafas?”, dijo Germán; “¿Y a quién no?”; “totalmente”. Y ahí estaba mi fotógrafa personal, hablándome de todos los trabajos que había tenido. Una estudiante que trabaja cuando puede y cuando quiere, saca fotos, tiene vida propia, se viste de rojo y dice birra en vez de cerveza, invariablemente. “Tomamos mucha birra y ahora tenemos que hacer mucho pis”. No le importaba nada.
Y estaba también, sentada entre nosotros, mi preocupación enfermiza y néurotica. A las cinco salimos del bar y caminamos a la parada del veintiséis. Mierda, ella estaba muy lejos. Y yo buscaba el momento. Antes teníamos una mesa en el medio, era la excusa que me dejaba tranquilo. Ahora no tenía ninguna mejor que un montón de aire, que para mí era lo mismo que una pared de concreto. Malditas leyes sociales. Siempre nosotros. Y ahí estaba yo, enfrentado a mi cerebro en busca de la gloria en zapatillas, de la fotógrafa de rojo. No sabía en ese momento lo que iba a pasar en los días o meses siguientes, pero tenía que actuar ahora o cualquier posibilidad se moría ahí mismo enfrente mío. Ya de por sí, se estaba desangrando y me pedía ayuda.
La invité a desayunar, para ganar tiempo. El elemento restante: amor a los desayunos, había hecho su aparición magistral, y me dio algo de seguridad. De vuelta en la parada, con el café en la panza y algunas medialunas, no había nada que me pudiera detener. No podía haber nada. Pero había. Mierda mierda mierda. Tiene que haber alguna manera de combatir estas cosas. Pero no, no hay nada, y yo estaba desnudo debajo de mi campera. ¿Y qué pasaba si, como había dicho T, me invitaba a su casa? En ese momento terminaba mi vida como la había conocido, y me retraía en la cobardía suprema de cualquier neurótico traumatizado. Pero no lo había hecho, gracias a dios. Aunque bien pudiera hacer algo. Llegó el silencio y las miradas al fondo de la calle, a ver si aparecía algún transporte que me apretara contra la pared y no me dejara opción. Estaba en el fondo del pozo y nadie, nadie, me tiraba una soga.
Finalmente uno nunca conseguía ayuda en situaciones así (en ninguna, en realidad) y por eso el gesto de salvataje de la chica de rojo fue mi liberación espiritual, mi bomba de hidrógeno. Cuando estaba a punto de morir en el fondo del pozo ese, oscuro y sucio, me ofreció un escalón para sentarnos, y ya estuvo todo dicho. Cobarde, cobarde asqueroso. Maricón. Después de siete horas de sufrir mi cerebro abollado, me sentó a su lado y entonces le pasé la mano por el pelo. Unos rulos, o rizos, no sé la terminología, un pelo enrulado, digamos, que era la gloria al tacto, y el contacto físico, y fue todo. Quería abrazarla por haberlo logrado. Una medalla de oro en las olimpíadas de los cagones. Sí, era indiscutiblemente linda. Y no me importó ni el veintiséis ni el ciento sesenta ni el trescientos cincuenta y cuatro. Fui libre, y viva la libertad. Se subió al colectivo y ayudé a una vieja ciega a cruzar la calle.
Emprendí el retorno al hogar después de dos noches de ausencia. Amanecía y era domingo. Se llamaba Casandra.

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