lunes, 22 de junio de 2009

Pollock

El video estaba vacío. Ya tenía mi película en la mano y esperaba que el hombre que atendía aparezca. El lugar era chico y blanco, y las paredes estaban repletas de cajas de películas. En un rincón vi una máquina de café, me acerqué, puse una moneda de un peso y pedí un café largo. Mientras lo tomaba bajó el hombre. Resultó que le debía plata. Pagué la deuda y la película y salí.
Tenía que pasar por la facultad a dejarle una película a T, así que me dirigí para allá, caminando. Serían más de las ocho de la noche, y la gente volvía a sus casas. Me sentí feliz de no hacerlo.
Cuando llegué, T estaba sentada sola, fumando, en las escaleras. Me sonrió de lejos y me acerqué.
- No sabía que fumabas.
- A veces –saqué el disco y se lo di.
- Gracias.
Me senté a su lado a descansar un poco. T Tenía rulos, una pollera con lunares y un suéter rojo.
- ¿Tenés plan hoy? –le pregunté después de un rato.
- No. Me voy a mi casa, miraré alguna peli o algo.
- Yo ahora voy a lo de Germán con una. Si querés venite.
Dudó un poco, pero al final entró a rescatar sus cosas del aula y nos fuimos. Pasamos por el supermercado a comprar cerveza, y después fuimos directo a la casa, tomando el subte.

Germán tenía una camisa a cuadros que en alguna ocasión me había prestado y estaba despeinado. Pensé que se debía haber levantado de una siesta recientemente. No puedo decir que no le sorprendió ver a T, y considerando su reciente historial juntos, por un momento me cuestioné la invitación que había hecho. Rápidamente me convencí de que a nadie le podía molestar una mujer de noche en su casa, y me dejé de preocupar, para entretenerme viéndolos interactuar.
Pedimos comida china y mientras la esperábamos abrimos una cerveza y unas papas fritas, y Germán armó un porro. Estábamos en el living, un lugar grande y escasamente amueblado, con olor a madera y cuadros mal combinados.
- ¿Cómo va el corto? – me preguntó Germán. Hacía tiempo ya que preguntarme cómo estaba era exactamente lo mismo que preguntarme cómo iba el corto, así que la gente había optado por lo segundo.
- Va, va –pensé unos momentos, tomé un poco de cerveza -. Bah, o sea, los ensayos no se hacen, los equipos no están, los permisos se complican. Lo de siempre.
- Va a salir groso –acotó T.
- Si no sale groso me retiro del cine.
- Ay qué pelotudo.
- Y, pero si con todo lo que venimos haciendo no sale algo groso, puedo considerarme un fracaso.
- No tiene por qué salir groso de una –dijo Germán.
- Qué no. Las cosas hay que hacerlas grosas de una.
- ¿Quién hace cosas así?
- Los grosos.
- Pedís mucho –acusó T.
- Es la idea.
- Tenés veinte años y querés ser Pollock.
- Seguramente Pollock a los veinte quería ser Pollock también.
- Pero lo fue a los cuarenta.
- Y no vas a ser Pollock–Germán me pasó el porro. Lo rechacé.
- Cerrá el orto –le dije.
- Andá a cagar –respondió.
- Tenemos muchos años para ser grosos –dijo T y me sirvió más cerveza.
- No. Hay que hacerlo ahora. Después te morís –nos quedamos callados un rato -. Si a los treinta no hiciste nada, podés considerarte un muerto.
- Eso nos deja… ¿diez años?
- Relajate un poco, man, no seas enfermo –sentenció Germán.
- No soy enfermo.
- No, sos un tarado –remató T.
Al fin llegó la comida: fideos, saltados de verdura, arroz, esas cosas chinas que tanto nos gustan. Comimos con devoción y pusimos la película. Cuando se acabó la cerveza abrimos un licor.
- Esta película es una basura –lo era.
Un tiempo después nos empezamos a quedar dormidos, y la película perdió el poco interés que alguna vez pudo haber tenido. Entonces el timbre sonó dos o tres veces y bajé a abrirle a Julio. Traía un whisky.
- ¿Quiénes están?
- Germán y T.
- Fisura, ¿no? ¿Salimos hoy?
- Dale.
Serían las dos o las tres de la mañana cuando se acabó el licor y abrimos el whisky. Desperté a Germán y él armó un porro. Pusimos un disco de Queen, Julio y yo cantamos a los gritos, T se rió y Germán se quedó dormido con el porro en la mano. A las tres y cuarto lo desperté.
- Belleza –le dije -, Julito y yo nos vamos de joda, ¿me dejás la llave?
- ¿Volvés acá?
- Sí, sí.
Me puse la campera, Julio se puso su tapado, y agarramos la petaca de whisky, abierta. T se incorporó y se limpió los ojos con las manos. Fue al baño.
- No hagas mucho quilombo cuando vuelvas que yo madrugo, tengo que estudiar. Y cerrá las tres llaves –pidió Germán.
- Sí. Y vos hacé algo útil, por favor.
- No sé, estoy cansado.
- No me jodas.
Por alguna razón tenía un fuerte deseo de que Germán y T pasaran la noche juntos y sin ropa. Los liberé yéndome con Julio y esperando que así fuera, y me pareció bien haberla llevado.
- Chau chicos, sean felices.

Julio y yo salimos. Hacía una buena cantidad de frío. En la puerta del bar de al lado se apiñaban grupos de gente que exhalaba vapor y humo. Por la calle pasaban taxis vacíos.
- Opciones –pedí.
- Hay una fiesta sobre Agüero –dijo Julio. Siempre sabía de alguna fiesta y siempre quería salir, lo que lo transformaba en un óptimo colega nocturno.
Al final la fiesta resultó ser una bailanta en el Abasto, por lo que después de esperar un poco en la puerta a ver qué idea nos daba de lo que había adentro nos fuimos a ver si encontrábamos algo en el Club del Arte. Cuando se acabó el whisky compramos un vino de seis pesos en un kiosco cuidado por un policía y seguimos caminando. Era muy reconfortante caminar en el frío con el vino en la mano, charlando estupideces. De vez en cuando pasaba algún grupo chico de mujeres, a lo que Julio disparaba un “hola, chicas” sistemático y automático, que claramente nunca surtía efecto.
En el Club del Arte no había nada. Se escuchaba música, pero se suponía que era una fiesta privada. Eran las cuatro y media. Nos sentamos un rato en la puerta, y cuando el guardia nos informó de la privacidad del evento, decidimos ir hasta psicología, a ver si nos dejaban pasar gratis. Eran unas quince cuadras, pero parecieron cien. De vez en cuando palpaba el bolsillo de mi campera y sentía las llaves de lo de Germán y agradecía no tener que volver a provincia con los pies en ese estado.
En la entrada de psicología vendían entradas dos flacos y una chica. Uno de los varones tenía un suéter a rombos cuello en V y fumaba, y el otro un saco de corderoy y en ningún momento hizo un gesto ni pronunció palabra. Los dos tenían el pelo corto y cuidadosamente despeinado. La chica era más o menos linda y llevaba un suéter salteño que exclamaba a gritos pretensiones proletarias. Su ortivez general le restaba mucho a su belleza física.
Cuando llegamos nos quedamos un rato en la puerta a ver quién entraba y quién salía, para saber cuánto valía la pena pelear la entrada, y para esperar que se hiciera más tarde y por lo tanto más fácil hacerlo. A eso de las cinco y cuarto nos tiramos un lance.
- Hola, ¿cuánto está?
- Ocho.
- Estás loco, man, son las cinco y media.
- Ya te lo estoy bajando, hace un rato era diez.
- Ocho es una locura, no hay nadie.
- La gente sigue entrando y paga la entrada.
- ¿Cuánto tenés vos? –preguntó Julio.
- Y… tengo muy poco –respondí mirando mi billetera.
- Yo también. Astilla. Dos por ocho.
- Mirá flaco, ya te la estamos bajando. Si querés entrar entrá, si no fue –intervino la hippie chic. Estaban los tres curiosamente serios para ser organizadores de una fiesta.
- ¿Ustedes organizaron esto? –pregunté..
- Sí.
- Uf, lo que debe ser.
- Está buenísima la fiesta.
- Claro.
- ¿Claro qué?
- Pinta buena.
- Sí.
- Dos por ocho –repitió Julio -, y es bastante. A esta hora son unos cararrota por cobrar –. Se acercaron dos osos a escoltar a los tres psicólogos, y se amontonaron todos en la entrada, por si intentábamos pasar.
- Dos por quince y es la última –dijo el de cuello en V.
Nos miramos con Julio. Sabíamos que no íbamos a entrar, aunque tuviéramos la plata (que por cierto, teníamos). Miré a la hippie chic a ver si al menos conseguía algo, y encontré más frío que en la calle. Claramente no nos iban a perseguir, así que Julio tomó su habitual represalia. Escupió una masa bien grande y verde sobre las entradas y rápidamente nos escabullimos entre un grupo de gente que salía, insultos detrás. No nos siguieron; no tenían tanta vida como para hacerlo.
- Qué astilla –dijo Julio, y emprendimos la vuelta.

Cuando llegué a lo de Germán me equivoqué de llave un par de veces. Tenía las manos torpes y el frío no ayudaba. Al final me di cuenta de que estaba usando las llaves de mi casa. Me fijé en la puerta a ver si por casualidad no era efectivamente mi casa, y cuando lo comprobé cambié mi llave por la de Germán.
Entré y noté que me tenía que agarrar de la baranda de la escalera para subir, porque se movía y me hacía perder el equilibrio. De pronto estaba arriba y me miré en un espejo. Estaba totalmente despeinado y con los ojos entrecerrados. Caminé hasta el living y miré mi sillón, que me estaba mirando con una frazada cubriéndolo. El piso se movía y las paredes también, subían y bajaban rápidamente. Sentí que podía vomitar en cualquier momento, pero siempre había habido en mí un rechazo tan fuerte a hacer eso, que dejaba las porquerías en mi estómago a fuerza, sintiéndome horrible en el proceso.
Me tiré en el sillón y fue una sensación maravillosa. La casa se movía demasiado y lo único que escuchaba era un zumbido agudo. Busqué un lugar para fijar la vista, porque la situación me resultaba insostenible. Encontré un Pollock muy chico encuadrado en la pared. No pude fijar la vista y la levanté al techo, que bailaba. A quién se le ocurre tener un Pollock de ese tamaño. No tiene ningún sentido. Mi gastritis crónica no ayudaba en nada a mi malestar.
Dije basta y me estiré para apagar la luz. Miré mi celular. Eran las seis. Decidí anular el zumbido, me concentré en eso y de a poco empecé a escuchar el ambiente. Pensé en T y en Germán. Ojalá hayan tenido sexo. Me quedé en silencio, sin moverme por miedo a vomitar el parqué, y entonces escuché. De la habitación de al lado, bajito pero audible, se escuchaba un ruido monótono y repetitivo, de resortes.
La cama se movía.
Me sentí feliz.

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