viernes, 18 de diciembre de 2009

El gin recobrado

Eran los tiempos del gancia y del gin. Los tiempos de las mesas, los bancos, los subtes, las faltas y los besos. Eran los tiempos de los besos, sin duda.
Ya no recuerdo las circunstancias particulares de la situación, pero había algo de secundario, de trabajo práctico, de mesa de examen final y diciembre y verano que no llego a dilucidar en mi cabeza. Estábamos en lo de Germán, con él mismo y Franco, y seguramente habríamos terminado de comer un lemon pie. Armábamos gin tonics y escuchábamos a Morrison, y mientras uno dibujaba, otro emeseneaba y yo pensaba en mi chica. Sabía exactamente dónde estaba y adónde iba a ir, y me carcomía la mente, sin causa aparente.
Córdoba llegó a eso de las once, tirando piedras al balcón para que nos diéramos cuenta y le tiráramos las llaves. Franco le escupió desde arriba (casi un año después, en algún territorio jujeño Córdoba se vengaría disparando bosta a Franco) y le avisó que teníamos gin.
- ¿Cuál es el plan?
- Bien –empezó Córdoba –, cumpleaños de mi división. En Virrey Lamierda al quinientos, o algo así. La mina me dijo que no caigan muy fisura.
Comimos en un lugar de panchos y hamburguesas, cuatro hamburguesas completas con lechuga, tomate, jamón y queso (alguna tendría huevo), y salimos a caminar por las calles de Belgrano buscando algún rincón. Nos tiramos al lado de las vías, cerca de Barrancas, y sacamos el gin, que estaba puro y transparente en su botella de etiqueta azul clara. Córdoba contaba de cómo en su provincia hacían todas sus necesidades en las plantas y se limpiaban con ellas, y poco después procuró un intento de llevar a cabo una demostración. Nunca lo hizo. Pasó un tren y nos pasábamos la botella. No tomábamos cerveza en esos tiempos. Era eso o vodka, y nunca caminando, siempre en algún rincón cuidadosamente seleccionado.
¿Llamé a mi novia? No, eso habrá sido otra noche. Pero pensaba en ella, o pensaba en llamarla, y muy seguramente después explicité ese y otros mil pensamientos al respecto. Y entonces notamos que quedaban unos siete centímetros de gin, y yo quería hacer algo esa noche y a Franco le gustaban los límites y Germán se quería divertir y dijo “fondo blanco”. Y yo dije que no tenía problema y él que ni en pedo podía. Por cincuenta centavos de apuesta tomé los siete centímetros y en seguida me di cuenta que no pasaba nada.
Empezamos a caminar, rápido. Las luces se movían a nuestros costados y saltamos cantando la marsellesa y una señora nos gritó “viva la france!” o algo así y seguimos caminando y de golpe estábamos en Virrey Algo y tocamos el timbre y subimos y nos abrió una chica de voz gruesa y de rostro irrecordable a la que la felicité por el cumpleaños. Nos sentamos alrededor de una mesa con otras cinco o seis personas. Había poca gente en general en la casa y parecía un laberinto con pasillos y salas que no terminaban y hablé de mi novia y me paré a poner Morrison y Franco me agarró y me dijo que me sentara. Córdoba me preguntaba cosas de mi chica y las lámparas sobre la mesa estaban a muy poca altura realmente y las empecé a golpear con la mano para ver cómo se movían. A mi derecha sobre el suelo había un puf que se veía increíblemente atractivo.

No sé qué hora sería, era de noche, abrí los ojos y estaba en el puf muy cómodo y Córdoba me miraba. “Vení, vamos al baño y nos vamos”. Sentí un gusto raro en la boca y caminamos hasta el baño. Me lavé la cara y la boca.
- ¿Vomité? -pregunté a Córdoba.
- Sí. Germán y yo lo limpiamos. El hijo de puta de Franco dice que le da náuseas ver vómito.
Salimos los cuatro hacia la puerta y la dueña de casa vino a saludarnos. Le pedí disculpas por las molestias ocasionadas y dos de los tres me llevaron agarrado de los hombros.
Dormí en otro puf en lo de Germán y al día siguiente fuimos a un asado. Comí una hamburguesa, nadé en la pileta, jugué a algún juego de mesa. No la llamé hasta el otro día.

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